La imagen que guardo del partido de ayer de la selección peruana es la de un equipo entusiasmado con su juego brusco, alentado por un permisivo y sonriente árbitro que repentinamente se convierte en un estrictísimo supervisor en la aplicación del reglamento, lo que termina desconcertando a los peruanos y perdiendo a quien había sido hasta la fecha el más apreciado valor de la afición. Parece que el trabajo del sicólogo no estuvo a la altura de las circunstancias.